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El Teatro Musical es una forma de arte que conjuga el teatro, la música y la danza. Es esta conjunción de lenguajes la que ha permitido denominar al musical como Arte Integral, que con los años ha llevado al hombre a probar al máximo sus capacidades expresivas. El Teatro Musical, o sencillamente el musical, es un género atado a la necesidad de comunicar permanentemente eventos actuales, obligado a fusionar diversas tendencias y estilos acordes al contexto de la época. Debido a esta fusión, el Teatro Musical es actualmente uno de los más grandes géneros del arte debido a su amplio recorrido por sucesos históricos, psicológicos y sociológicos. Los elementos más importantes con los que trabaja el Teatro Musical son el libro y la música, pero a esto hay que sumarle su parte coreográfica. Ésta puede plantearse de una forma muy diferente a los modelos clásicos del género; incluso puede parecer que no está incluida, pero de hecho, en los desplazamientos de los actores en el espacio se puede observar un diseño coreográfico que la hace diferente a una obra teatral convencional.

Actualmente, las obras de la industria del musical retoman temas fantásticos e imaginarios, manteniendo un trasfondo y moraleja que corresponde a un contexto actual. Su desarrollo es una clara muestra de la experiencia que el género ha adquirido, motivo de su amplio recorrido histórico. Debido a la permanente necesidad de innovar y mantener al público al corriente sobre los sucesos que al momento ocurrían, que se esperaban o que en algún momento ocurrieron, el Teatro Musical desarrolla una serie de requisitos para los artistas que intervienen. Esta adecuación de los artistas los ha llevado a estar siempre en constante descubrimiento de nuevas técnicas y habilidades, mezclando y trabajando siempre en la interpretación de los estados anímicos y entorno que se busca en las obras, obligando al actor profesional a ser además cantante y bailarín.

Sin embargo, Pablo Gorlero sostiene:

“Los tres elementos esenciales de la obra musical son: libro, música y letras. El primero es la columna vertebral de la obra, en tanto la música y las letras son el mayor atractivo” (Gorlero, 2013: 20).

Esta cita del mayor estudioso e historiador argentino del teatro musical, tanto extranjero como local, es muy interesante ya que, como se puede observar, no considera a la coreografía como parte esencial del género. Más allá de que a posteriori, le dedique en su libro un apartado a la parte danzada, la aseveración es muy tajante como para dejarla pasar. Lo cierto es que si partimos de esa afirmación sobre el musical habría que plantearse cuál es su diferencia con la ópera. Pero eso ya sería motivo de otro trabajo.

No obstante, y siguiendo dicho lineamiento, partiremos de esos elementos constitutivos del musical tradicional, para dedicarnos a lo coreográfico como parte final del trabajo.

El libro es la base de la existencia de la obra y lo que ella cuenta. Este libro puede ser original o la adaptación de otro género literario, como un cuento, una novela e incluso una obra de teatro de texto (Mi bella dama, Chicago, Sweeney Todd). Suele decirse que sobre ese texto será creado el resto del espectáculo. Sin embargo podemos sostener que muchos musicales se crearon sólo a partir de una idea y de canciones, sobre las que se iba escribiendo. 

Sea como fuere, en general, en la comedia musical tradicional, los personajes eran simples y arquetípicos, sin demasiadas aristas en sus personalidades y costumbres. Esto varía sustancialmente en los años setenta, y se profundiza en los noventa con obras como Rent (1996), Jekyll & Hyde (1998) y Jane Eyre (1999)

El musical suele establecer fórmulas comunes y las mantiene porque son útiles en la concepción básica de la estructura dramática. Frecuentemente, los personajes principales y los elementos más vitales quedan representados en la primera escena o en el primer número musical. En tanto el conflicto se presenta en los cuadros siguientes, para llegar al deseo de resolución en el segundo acto. Hay tres momentos críticos en la secuencia de un musical: la obertura, el final del primer acto y el “finale” o el cuadro con que finaliza la obra. 

En la obertura o primer número musical cantado, aparecen todos los elementos teatrales: personajes, situación, tema, diálogos, puesta, estilo, tono y valores. El final del primer acto, conlleva una conclusión fuerte para que el público retorne a la segunda parte con el  mismo entusiasmo que al comienzo. Para el final se guarda la carta más fuerte y excitante que intenta lograr que el público se lleve a su casa sonidos, imágenes y canciones. 

Por lógica del género, la música es el componente principal de este tipo de obras. Para muchos es el elemento predominante. Como se dijo antes, es el acento y la herramienta que toma el personaje cuando ya lo le alcanza sólo con hablar. Es elemento que domina los estados de conciencia más profundos de cada criatura y a través del cual sintetiza conceptos fundamentalmente de expresión. El tiempo estándar del lenguaje hablado es desafiado por la canción que lo manipula acorde con su cadencia y ritmo. 

En cuanto a las canciones, es importantísimo destacar las letras. La tarea del letrista es comunicar información vital para la trama.  Si las letras cumplen con la premisa de ser una prolongación del texto hablado, se vuelven la perfecta expresión del estado emocional de mayor efervescencia del personaje. Sin perder de vista que las letras son parte de la estructura dramática, tienen un significado denotativo y connotativo, expresado a través de patrones literarios básicos como la descripción, la exposición, la narración y la persuasión. Por un lado marcan límites, y por otro, son asociativas y brindan matices.

La comedia musical tradicional es un género popular, y por lo tanto, la descripción es un factor fundamental para el letrista, que debe trabajar con la síntesis y condensar al máximo palabra y significado. Esto deriva en cierto poderío dramático sobre armas con las que no cuenta el teatro de texto. Muchas veces, las letras son una herramienta para acelerar resoluciones discursivas que, en el relato hablado serían demasiado prolongadas. La canción resuelve en forma sintética ciertas necesidades de racconto o de marco argumental. Es obligado ya que la música, a su vez, aletarga el discurso. De no lograr esa síntesis, los letristas volverían interminables las obras. 

De todas formas, aunque el letrista responda al principio de que el contenido dicta la forma, la mayoría muestra una tendencia a las características del modo de abreviación y resumen. Es que la naturaleza colaboracionista del teatro musical demanda que las letras compartan el tiempo con los diálogos, los cambios escenográficos, la danza y, obviamente, la música. 

Pero así como ocurrió con frecuencia en la zarzuela, las canciones se “independizan” y pueden pasar a formar parte del repertorio popular. Por diversos motivos que pueden relacionarse con el contenido de sus letras y la cadencia de sus melodías, a menudo, no sólo se mezclan con el cancionero masivo sino que también pueden hacerse populares por integrar el repertorio de algún intérprete famoso. Por lo general, el público ignora que el origen de esas canciones es el teatro o, más concretamente, la comedia musical. 

Agnes de Mille, Jerome Robbins, Gower Champion, Bob Fosse, Michael Bennet, Tommy Tune, Susan Stroman y el resto del sin fin de coreógrafos del género le han demostrado a Broadway que la danza es un lenguaje por sí mismo y funciona en perfecta concordancia con el libro.

Tal vez la danza sea el más libre de los componentes de un musical. Puede condensar, como extender el lenguaje. Pero cuando la danza extiende la dramaturgia en movimiento puede ser la mejor forma de condensación. Cuando la danza está al servicio del libro, humaniza la expresión de un modo en que la música tal vez no pueda conseguir. Si un espectáculo necesita de un sacudón de argumento, la danza puede iniciarlo o completar la acción dramática deseada. A través de ella, pueden trabajarse diferentes niveles de lenguaje y mensaje. Billy Elliot (2005) es un ejemplo de cómo lograr esa síntesis obligada sin perder claridad y abarcando numerosas lecturas y subtramas. En una sola escena que resume humor, dramatismo y emoción, los creativos de ese musical británico mostraron la primera clase de danza de Billy, con la protesta de los mineros y la represión policial. 

Las coreografías tienen distintas funciones, entre las que se pueden establecer algunas esenciales y distintivas: establecer una atmósfera, encarnar un tema o una idea, reemplazar y sintetizar un diálogo, concebir humor, extender un momento dramático, o generar un estado de excitación a través de fuerza y despliegue.

Todo lo antedicho se aplica al musical tradicional. Pero los nuevos modelos de producción en las artes escénicas, que también han impactado en el Teatro Musical, obligan a una revisión de estas fórmulas. 

En la actualidad, el Teatro Musical es un género que no tiene características absolutas y su universo no siempre logra ser nítido. Es decir que hablar de un musical arquetípico es una teoría discutible. Hay variantes, distintos estilos, formatos y subgéneros, pero fundamentalmente se debería partir de la idea de que el musical es un tipo de espectáculo que aún está en proceso de formación. El género ha ido creciendo, asimilando, evolucionando y cambiando sus formas. Existen, sin dudas, convenciones establecidas; pero permanentemente aparecen creadores que las rompen y aparecen nuevas fórmulas. 

En los últimos años se han producido variantes en las creaciones de obras musicales que dejan de lado todas aquellas características que definían a la comedia musical tradicional. En relación con lo coreográfico se debería tener en cuenta cuál es la idea de cuerpo en las artes contemporáneas.

La segunda mitad del siglo XX fue testigo del fin de los grandes relatos que fundamentaban la historia del arte, ya sea el de la mímesis clásica o el de la autonomía modernista. En aquellos períodos, el cuerpo en las artes del movimiento aparecía asociado a la idea de imitación, o a la del trabajo sobre su propio médium material. El advenimiento de una nueva etapa, surgida en la década del setenta, marcó la aparición de nuevos arquetipos y de diferentes modos de enfoque y percepción de la creación artística. Es esta idea la que normalmente se asocia a la idea de “muerte del arte” o “fin del arte”, entendiéndose por esto al fin de esas grandes narrativas. La concepción del arte tradicional, en sus diferentes disciplinas, cambió drásticamente dentro de ese marco, y se dio origen así al llamado arte contemporáneo. Era imposible que esto no se proyectase en lo coreográfico de las obras de teatro musical

El denominado arte contemporáneo nace entonces, en un terreno preparado desde mucho tiempo atrás, por la descomposición de los sistemas de referencia, tales como la imitación, la fidelidad a la naturaleza, la idea de belleza, la armonía, etc.  Y las clásicas teorías del arte y de la crítica del arte, que aún siguen vigentes para dar cuenta del arte moderno, constituyen hoy pobres recursos para analizar, explicar o legitimar las formas casi siempre desconcertantes, imprevistas, chocantes, inesperadas, y a veces incomprensibles, de la creación actual. Esta situación particular inédita en la historia del arte occidental, corresponde a lo que se denomina “des-definición del arte”.

Por ello las prácticas llamadas “contemporáneas” todavía provocan reticencias y rechazos, ya se trate de artes visuales, música, danza, cine o arquitectura. Se podría decir de modo tajante, que el arte contemporáneo aún le es ajeno al gran público que le es, precisamente, contemporáneo.

También en el terreno de las artes del espectáculo se vieron estos cambios. En el campo de la danza, a partir de los años ochenta, aparece un pluralismo estético cultural en el trabajo de los artistas, que amplió el caudal de participantes y el interés de la audiencia. Esta nueva danza se diferencia de los estilos y técnicas tradicionales porque intenta “presentar” la información dancística, más que “representar” simples ilusiones teatrales, producciones de un mundo ficcional. El vocabulario de movimiento es sólo parcialmente expresivo manteniéndose algo abstracto y resistiéndose a la interpretación definitiva. El contenido emocional o narrativo es elusivo y fragmentario, y el significado suele estar jugando en dimensiones variadas y no siempre coherentes.

Una de las formas de esta nueva expresión, es el uso del género popular, e incluso de las danzas vernáculas. Con raíces en la sensibilidad del pop art de los sesenta, este interés es, en sí mismo, una nueva dirección: la música de jazz y blues encuentra su correspondencia en la danza afroamericana, el rock, el tap, las técnicas de vaudeville, la acrobacia, el circo, etc. Asimismo, una nueva manera elegida para instalar la expresión en la danza es el uso de múltiples canales de comunicación, con proliferación de iluminación especial y nuevas tecnologías –incluidos video y computadoras- a las que tan fervientemente se había renunciado en los setenta.

El analítico, a menudo austero programa de investigación, en un código modernista –el cual dominó los setenta y principios de los ochenta- dio paso desde los noventa a nuevos intereses, en pluralismo, política, en narrativa, en ballet y en colaboraciones entre las disciplinas. Y, al mismo tiempo, los desarrollos contemporáneos en las otras artes han alineado esta nueva fase de danza –la cual evade las inclinaciones esenciales del modernismo- con la práctica posmodernista en la teoría cultural y en las otras artes. En esta nueva etapa los coreógrafos comparten con aquellos de los sesenta el deseo de llevar la danza al discurso artístico contemporáneo.

La danza ha dejado atrás aquellas obras apoyadas en una narrativa tradicional, con un uso del cuerpo mimético de la realidad o aquellas que basaban su trabajo en la idea del movimiento por el movimiento mismo, con una recuperación del cuerpo humano en presencia: performances, happenings, fluxus, etc.. El cuerpo en su materialidad, en movimiento.  Mucho de esto puede verse en las coreografías de los musicales que se han estrenado en Buenos Aires en los últimos cinco años.

Las nuevas condiciones de pertenencia a la contemporaneidad ponen al cuerpo en relación a trabajos muy especializados, al empleo de nuevas tecnologías, a la mezcla de géneros y materiales, a la exploración de nuevas formas, a la experimentación de nuevos campos artísticos, etcétera. La renovación, la apropiación, la hibridación, el mestizaje de materiales, formas, estilos y procedimientos desempeñan un papel esencial es esta “contemporaneidad”.  El cuerpo se ve sometido, ahora, a todo ello y se proyecta en la manera en que se conciben las coreografías de los musicales actuales.

Las acciones, el cuerpo y las prácticas escénicas, han resultado, a lo largo de la historia de la disciplina, un emergente de las condiciones de producción en las que surgieron. Tal como lo señala David Harvey (2003) tanto el cuerpo que realiza las acciones como el sentido del yo se construyen relacional y socialmente. Es por eso que el cuerpo, sostiene el autor, puede estudiarse desde una comprensión de las verdades relacionales espacio-temporales entre las prácticas materiales, las representaciones, los imaginarios, las instituciones, las relaciones sociales y las estructuras dominantes del poder político y económico en las que el cuerpo puede comprenderse como un nexo para buscar la emancipación política tanto del actor como del productor. En un arco temporal que va desde la creación del dispositivo hasta la actualidad, vemos que se construyen relatos hegemónicos hasta nuevas prácticas que implican cuerpos y acciones indiscernibles de los de la vida cotidiana. Esto implica que nos interese el estudio del cuerpo, de las acciones y de las prácticas coreográficas en el contexto del Teatro Musical, ya no como disciplinas separadas sino en su cruce a través de nuevos modos de representación presentes en los últimos años.

El Teatro Musical transitó por permanentes evoluciones y transformaciones, que no tiene características absolutas, aunque, si bien es discutible, hay reglas y formas de estructura dramática que se repiten, que son efectivas y que constituyen casi una ley. Estos cambios han acompañado, en sus secciones coreográficas, a los que sufrió la danza en las últimas décadas y que ya se expusieron. 

Pero ello, la teoría de que hay normas que no pueden quebrarse, desapareció con la llegada del fin de siglo en obras como Rent de Jonathan Larson. Estrenada el 13 de febrero de 1996 en el off off Broadway en una sala de sólo cien localidades, tuvo tanto éxito de crítica y público que se trasladó al Nederlander Theatre, reestrenándose el 29 de abril de ese año. La obra, casi totalmente cantada con música rock y pop, es una versión posmoderna de La Bohéme de Puccini, en la que se relata a un grupo de jóvenes que se resisten a permanecer en el establishment y sufren la marginación, la falta de posibilidades y las dificultades para relacionarse afectivamente. Retrata con crudeza los difíciles tiempos en los que el SIDA era el equivalente a la tuberculosis de la obra original. Rent se convirtió rápidamente en una obra de culto.

Otra obra canónica de la época es Despertar de Primavera de Steven Sater y Duncan Sheik. Basada en la obra clásica de Frank Wedekind, de 1891, se estructuró casi en forma de viñetas y sus letras funcionan como puentes en los que sus protagonistas exteriorizan el fondo de sus sentimientos. Planteada en dos planos de acción remarcados por el lenguaje y la música por un lado y lo coreográfico por el otro. Lo irreverente de las canciones y la coreografía contrasta con lo solemne del texto. La coreografía de la puesta original, estrenada en el teatro Eugene O´Neill el 10 de diciembre de 2006, fue una extraordinaria creación de uno de los más destacados artistas de danza contemporánea de los Estados Unidos, Bill T. Jones. Este autor planteó la coreografía como una fiel expresión de la opresión y las emociones contenidas del grupo de adolescentes protagonistas, que tocaban temas tabú como el aborto, la violación, el abuso de poder, el castigo, la homosexualidad y el suicidio.

Otro de los grandes musicales que dieron rienda suelta a los nuevos modelos de producción en el nuevo siglo fue Casi Normales de Brian Yorkey y Tom Kitt. Comenzó en forma de workshop y se estrenó en el off Broadway. De alguna manera Casi Normales pasó a ocupar el lugar que había dejado vacante Rent. Debido a su éxito se reestrena en una sala mayor en Broadway en abril de 2009. La trama de esta obra es totalmente inusual para un musical: una madre que lucha contra sus propios disturbios bipolares y la fuerte presencia en su vida de su hijo muerto. Estos temas generan fuertes conflictos familiares y derivan en tratamientos psiquiátricos y en un serio planteo que los autores hacen en torno a algunos tratamientos a pacientes con estos trastornos.

Otro musical de características que no se corresponden con los tradicionales es Avenida Q. de Jeff Whitty, Robert Lopez y Jeff Marx estrenada en 2003. La obra se basaba en un trabajo con marionetas que contaba una historia irónica y sarcástica para adolescentes y adultos que seguía al formato del programa de TV infantil Plaza Sésamo. En la Avenida Q. vive un grupo de seres a quienes la suerte no se les escapa, sino que ni siquiera aparece por sus puertas. Sin embargo no dejan de ser optimistas y se ríen de sus propios defectos y de su infortunio. Entre pegadizas canciones, con gags y oscurísimo humor negro demuestra que las causas del fracaso de estas criaturas no solo son la sociedad, el entorno y el capitalismo sino también el egoísmo, la individualidad y la competencia. Los personajes son todo lo opuesto a lo políticamente opuesto. 

Estas obras, sin duda, no sólo han dejado huella, sino que continúan demostrando la cantidad de variantes que puede presentar el género musical. Todas ellas se estrenaron en Buenos Aires en los últimos años y han influenciado en una nueva manera de encarar y crear, en un género que está en permanente evolución. Así, el material coreográfico de sus respectivas estructuras de producción también se ha presentado como novedoso, pasando a ocupar un nuevo lugar dentro de su estructura de producción. Tanto, que nos ha llevado a interesarnos e investigar si puede seguir pensándose a la coreografía de un musical como una de sus características ontológicas, y por ende esencial e indispensable como era tiempo atrás.

El Teatro Musical de Buenos Aires de los últimos cinco años constituye una práctica contemporánea y novedosa que responde a los nuevos modelos de producción en las artes escénicas. Al igual que los libros, las letras y la música, su componente coreográfico se ha modificado, y aún en su forma menos evidente, sigue siendo indispensable para definir que una obra teatral pertenezca al género musical. Dado que en muchos casos, su visibilidad no aparece como lo era hasta comienzos del siglo XXI, puede sostenerse que emerge con la necesidad de ser abordado desde un lugar muy diferente al tradicional. A pesar de su contundente innovación, acorde con la libertad creadora del arte contemporáneo, lo coreográfico ha abandonado, en muchos casos, su tradicional apuesta al jazz y ha dado lugar a nuevas formas de danza contemporánea. 

Por su constante transformación, el Teatro Musical –y especialmente su componente coreográfico- es hoy un claro y contundente ejemplo de las artes escénicas contemporáneas.

 

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