A través de una novela de Yukio Mishima El color prohibido (Kinjiki), 1954, Federico Moreno aborda una performance física y oscura.
Como un posible origen, un hombre que antes de descender de una red de sogas negras –telaraña- concentra sus movimientos en el equilibrio y mantiene el cuerpo en una endeble disposición recorriendo el hábitat que presenta la obra.
Este solitario hombre, a diferencia de Cosimo, el barón rampante, decide desprenderse de la maraña de sogas –ramas de un árbol- y bajar a la tierra, pero una vez en el suelo, sigue atado a la estructura, lo sujeta del tobillo o de la muñeca, todas las secuencias forman en este individuo una especie de nostalgia –imperialista- porque cuando ya no hay ataduras, queda un acto reflejo: nada lo liga al ovillo, tiene la independencia física pero no el poder de salirse, la repetición inscripta en sus músculos refleja la alienación, la presente representación de un ente que lo reclama: sin la estructura no es nada.
Amalgamada a esta idea, el sonido suena a fábricas procesando materiales pesados, ruidos y repetición es la música acorde a lo encarnado: un ser humano que no puede escapar, pero que ve la salida. Tener conciencia y sin embargo no tener la fuerza, el límite. Todos los intentos serán en vano, manotazos de ahogado, otra vez el tobillo es prisionero de un ginche y la voluntad viciada es arrastrada, lo accesorio sigue la suerte de lo principal.
La alegoría se completa con el hombre que vuelve a las ramas, al aire oscuro y enganchado, iluminado por una tenue luz que proviene del más allá. En esta vuelta al inicio se despoja de la ropa y vendas, sobre la cima del entramado encuentra su hueco, inmóvil la memoria descansa y el cuerpo acurrucado frágil espera quizás un nuevo nacimiento, con alas.
Un texto para: KINJIKI / Dirigida por: Federico Moreno