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Martes, 07 Noviembre 2017 04:36

HUMANIDAD

Escrito por Leslie Cassagne

Humanidad, de Eugenia Estévez y Paula Almirón, nació dentro del ciclo “Bocetados” en agosto de 2014 en el espacio Café Müller. Fue retomada en el Centro Cultural Sábato en octubre de 2014, luego en el marco del Fideba (Festival internacional de danza emergente de Buenos Aires), en febrero y mayo del 2015. Sin título hasta su última presentación, esta propuesta se presenta en los programas de sala con estas únicas palabras: “Un boceto, un creador, un intérprete, un espectador”. El espectador no sabe nada de la obra que va a presenciar, excepto esta información misteriosa: durante aproximadamente 20 minutos el único receptor estará a solas con el intérprete en el espacio. Lo que atrae acá es el formato original en el que se presenta la obra: la posibilidad de un encuentro muy íntimo en un espacio teatral, que suele ser el de una comunidad y de la recepción colectiva.

Ahora bien, el carácter tan llamativo de la forma no hace de esta propuesta un puro formalismo. Nicolas Bourriaud, en su ensayo Estética relacional propone definir la forma en las artes contemporáneas, en vez de como un contorno opuesto a un contenido, como “principio activo de una trayectoria”, “amalgama”, “principio aglutinante dinámico”. Podemos vincular la imagen de “principio aglutinante dinámico” con el concepto de “dispositivo”, cada vez más utilizado para describir las prácticas en artes contemporáneas. Este concepto se aplica a la propuesta de Humanidad: en el marco de una estructura definida (un espacio, un tiempo, un guión) se crea una alquimia distinta cada vez, debida a un encuentro entre el espectador y el performer. Además, uno de los componentes formales de los “Bocetados” es el carácter muy reducido de los tiempos de ensayos, lo que mantiene una casi simultaneidad entre la producción y la recepción: la obra se construye en su contacto con el espectador.

La forma dice también algo de un compromiso político. Si Humanidad presenta un contenido poético más que político, no es casual que  haya sido programada en el marco de un festival, el Fideba, que construye su discurso alrededor de la idea política del arte como práctica relacional de intercambio en contra de las normas del mercado, en continuidad con las formas nacidas en los años 90 que describe Bourriaud: “espacios tiempo relacionales, experiencias inter-humanas que tratan de liberarse de las obligaciones de la ideología de comunicación de masas, elaboran esquemas sociales alternativos, modelos críticos, momentos de construcción de relaciones amistosas”. Su forma misma, que sólo permite el encuentro con cinco espectadores por función, y el número muy escaso de funciones (cuatro hasta ahora) coloca a Humanidad en un marco que no es en absoluto comercialmente viable respecto a “los números”. Es entonces una forma-manifiesto que corre al espectador fuera de su lugar tradicional, pero que a la vez lo integra en una ficción co-construida que activa decisiones, imaginarios y fantasías: ¿qué es esta obra de danza que haciendo del espectador un performer-personaje, lo pone tan cerca de sus sensaciones más íntimas?

 

Dispositivo (en su versión de febrero 2015)

La espera para entrar a ver Humanidad no está “ficcionalizada”: esperar en el living del Espacio Café Müller es esperar en una zona de realidad, en la que se puede comentar tanto las noticias del día como las reacciones de los espectadores recién salidos de la experiencia: los cuatro o cinco espectadores de la noche están convocados a un mismo horario y están juntos en la espera. Estamos entonces en un espacio social: si bien la obra se vive en soledad, existe una comunidad de espectadores que se reconoce como comunidad, hablando de lo que vivió o va a vivir.

Cuando el espectador entra en el espacio, el escenario “al piso” sólo está ocupado de un costado por una línea estrecha de césped artificial que recorre de inicio a fondo el salón. En una punta de esta línea verde está Paula Almirón, vestida con un jean y una remera rayada que la hace parecer una adolescente, con auriculares en los oídos, descalza y las zapatillas al lado del césped. En la otra punta, una única silla, que parece designarse como el lugar para recibir al espectador. Éste, disciplinado la mayoría de las veces, se sienta en la silla. Otras veces, se queda detrás, de pie, como si necesitara crear una frontera entre su espacio y el del performer.

Al principio hay entonces una cierta distancia entre las dos personas: yo, espectador, puedo observar a este ser adolescente moverse lentamente en un foco lejano. Además, si bien Paula me mira, parece muy concentrada con lo que está escuchando en los auriculares, aislada en cierto modo en unas sensaciones que no está compartiendo. Después se corre de la línea de césped para ocupar la otra zona, vacía, pero siempre bastante lejos, y a espaldas de mi. Empieza entonces una danza misteriosa, como la de boliche pero solitaria, una danza de seducción sin objeto a seducir. Danza rara que resuena con las palabras de Didi-Huberman en Le danseur des solitudes (El Bailaor de soledades): “Solemos bailar para estar juntos. Nos ponemos de a varios. Los cuerpos se acercan unos a otros, van y vienen sin orden establecido […] Se rozan, se frotan, se desean, se divierten, se enfurecen. Es una fiesta. Es una variante de un cortejo sexual”. La danza de Paula tiene los rasgos de esta danza pero no es una danza comunitaria, su soledad remite a la soledad del espectador y abre un imaginario fantasioso. Comparto esta soledad en la que Didi-Huberman, hablando por su parte del baile de Israel Galván, oponiendo el baile de grupo al baile solitario, ve una complejidad “poblada por imágenes, sueños, fantasmas, recuerdo”. Hasta este momento, la relación espectador-bailarín se hace más bien en la modalidad de la identificación que en la de la interacción: sólo en mi silla, observo a otro humano poblando su soledad.

Después de esto Paula regresa a la línea de césped y se acerca muy lentamente a la silla, como en un zoom cinematográfico en un tiempo dilatado. Un instante de suspensión, en el que me mira acostada en el césped, y de repente la focalización cambia del todo: yo, receptor, ya no miro el campo de acción, sino que estoy atraído en él. La que observaba está ahora tan cerca que no tengo visión global de su cuerpo, sólo puedo agarrar pedazos, un puño cerrado que se acerca a mi cuerpo, un mechón que me roza la cara, la música en sordina que sale de los auriculares. En este momento de una violencia lenta sucede lo que puede aparecer como una señal de posibilidad de acción para el espectador-actor: Paula me pone los auriculares en los oídos. Estoy en la situación en la que ella estaba al principio y elijo cómo voy a reaccionar, es mi responsabilidad activar el dispositivo, hacerlo funcionar. Ella juega con esta inversión de los roles: ella misma cuenta que en las funciones donde el espectador le sacaba fotos, ella se apoderaba de la cámara para hacer de él el sujeto de la mirada. En este momento de máxima proximidad, algunos espectadores confiaron haberse quedado inmóviles, sólo sintiendo la presencia de Paula, mirando al espacio vacío y poblándolo con su imaginario, otros haberse levantado para invitarla a bailar, llegando a concretar la acción o  echándose atrás. Sacándome los auriculares y volviendo al lugar del principio, al final de la línea, mirándome, ella (Paula), decide cuándo termina este momento. Es el mismo foco lejano que abrió el encuentro, pero se vive muy distinto, ya que hubo un intercambio que construyó algo común entre performer y receptor: durante unos minutos hubo una vida común entre dos seres humanos.

El mayor interés de este dispositivo es el estatuto confuso de receptor que está creando. Primero la silla es un indicio del formato teatral: si bien estoy sólo, me puedo sentar como siempre en mi butaca, sentirme en un campo protegido. Pero muy pronto, la mirada del performer dirigida directamente hacia mí me transforma en un punto de focalización. Las condiciones tradicionales de representación están completamente sacudidas. El espectador no está frente a un ser completamente real, sino un ser construido con ciertos rasgos y que su imaginario viene a complementar. Por ejemplo dije que Paula parecía una adolescente, y hasta se podría ver en ella una adolescente bastante especial, como salida de una película de Gus Van Sant, mitad ángel, mitad ser torturado, hasta peligroso. Puedo proyectar un montón de historias sobre esta imagen. Y sobre mi relación con ella. El dispositivo provoca representaciones imaginarias: no es una performance que cuestiona una realidad concreta y cotidiana sino que crea una nueva forma de ficción en la que el espectador se auto-convierte en personaje ficcional, y el bailarín es un ser bien real y carnal dentro de esta ficción que nos junta: las acciones del espectador-personaje influyen sobre las reacciones del performer.

 

Intimidad

Más allá de las interacciones concretas, lúdicas, entre el receptor y el performer en el marco de esta ficción co-construida, el dispositivo provoca micro-sensaciones que sacuden al espectador en profundidad. Obviamente, el hecho de encerrarse solo con un bailarín, aún más que con un actor, provoca todo un imaginario de la fantasía. Un señor al que le hubiera gustado asistir a Humanidad dijo: “¿Pero qué pasa entonces, si estamos solos con la bailarina? Me imagino que se va a acercar, tocarnos...”

Otro coreógrafo jugó, de manera más explícita, con estas expectativas provocadas por un encuentro a solas con un bailarín. En 1995, en el espacio Dock 11 de Berlín, Felix Ruckert estrena Hautnah. El título significa justamente “cerca de la piel”. En esta propuesta, el encuentro con el performer se hace en un marco muy “ficcionalizado”: el espectador espera en un bar-sala de espera, y puede elegir entre 10 bailarines con cuál quiere encerrarse a solas. Saca una llave magnética, paga directamente al bailarín y entra en un box para asistir a un solo que puede ser centrado en el tacto, en la palabra, en la sugestión o más abiertamente erótico. Recreando el ambiente de un prostíbulo, y dando al espectador el papel de cliente, la obra da lugar a un juego performático sobre la percepción sensorial más allá de la mirada, con el tacto, el oído, el olfato. Experiencia solitaria pero en cierta medida compartida, ya que simultáneamente otros nueve espectadores viven experiencias similares que pueden dejar pasar ecos a través de la paredes que separan los box.

En La muse de mauvaise réputation, Philippe Verrièles cuestiona justamente el cliché de la danza como arte erótico por excelencia. Nota que, a pesar de haber encontrado en la historia de la danza pocas obras abiertamente eróticas, este campo queda anclado a la sensualidad y al erotismo en el imaginario colectivo: “hablamos de erotismo en danza haciendo referencia a una especie de valor en sí, de sentido propio que […] no se debe discutir ni analizar”. Si el cuerpo del bailarín puede ser objeto de deseo, en la danza como espectáculo suele quedar muy alejado del espectador, objeto sólo para la mirada. Según Verrièles, esto se debe a la vez a la confusión entre danza como arte y danza como práctica social por una parte, y a una historia oscura que históricamente asimila la bailarina a la prostituta. Respecto al primer punto, explica: “Existe una razón más sencilla que obliga a considerar el arte coreográfico como una práctica artística cerca del universo erótico: su relación con la seducción en el marco de las relaciones sociales.” Tanto en las formas más antiguas de bailes de parejas (el vals por ejemplo), como en las más recientes (los boliches nocturnos), el baile permite entre otras cosas entrar en una relación erótica con alguien deseado. En Humanidad, Paula baila una danza sensual moviéndose como alguien lo haría en una discoteca, y varios espectadores comentaron que la invitaron a bailar en pareja cuando tenían la música en los oídos: la obra abre las posibilidades de creación de zonas de deseo. En cuanto al segundo punto, Verrièle nota por una parte que la imagen de la bailarina prostituta nace al mismo tiempo que la figura literaria de Salomé, a finales del siglo XIX, cuándo se destacan las más famosas cortesanas, ganándose la vida con la danza y la prostitución; y por otra que la historia y las técnicas de las formas del cabaret, del strip-tease y del peep-show, directamente vinculadas al erotismo, son incorporadas al mundo de la danza. Así que esta atmósfera implícita en torno a la danza más el carácter solitario de la recepción crean necesariamente unas expectativas erotizadas.

Pero más que actualizar todas estas expectativas explícitas o implícitas, el encuentro a solas con el performer las sacude. En los boliches, salones de baile, strip-tease en cabarets, existe justamente una recepción colectiva: en la masa, es más fácil soltar, entusiasmarse, acercarse al otro sin vergüenza; y en el caso del peep-show que es una práctica solitaria, está el vidrio que separa el cuerpo del bailarín desnudo de el del consumidor: el receptor está protegido por la extrema colectividad o la extrema soledad. Ningún vínculo de este tipo es posible con  Humanidad: la propuesta actualiza la presencia del cuerpo del otro ya que lo coloca en un lugar al que no estamos acostumbrados, crea una relación que no tiene referentes. Marie-Christine Vernay cita en su artículo sobre Hautnah (Libération, 27 de enero de 1997) las reacciones de los espectadores, entre las cuales están el temblor, la indecisión “entre el ataque de risa y el miedo”, la “adrenalina”, la “excitación”. Cuando salíamos de Humanidad, pude ver salir a un espectador al que se le escapó la palabra “heavy”, y dijo haber tenido vergüenza cuando propuso algo, a otro que se fue muy rápido sin decir nada, visiblemente trastornado, a otra que necesitó una copa de vino para que sus manos dejen de temblar, y alguien me comentó que hubo funciones en las que un par de personas salieron llorando. Hay algo en estas experiencias que supera lo conceptual y lo racional y que acciona lugares muy íntimos y frágiles del ser.

El cuerpo que encuentro acá no está separado por un vidrio, lejos sobre un escenario o mezclado con muchos otros cuerpos. Su proximidad y su entrega total le impide ser una totalidad que puedo consumir con la mirada: lo veo por pedazos, percibo su olor, siento la textura de su piel, escucho su respiración. Deja de ser un cuerpo lejano sobre el que se puede fantasear sin riesgo para volverse una humanidad que me ofrece su presencia. Frente a éste, el espectador queda en un estado de confusión muy fuerte ya que experimenta sensaciones inesperadas en un marco artístico, o más bien sensaciones habituadas a un círculo más íntimo de la vida cotidiana: nos podemos preguntar “¿quién es para mí este cuerpo?, ¿qué deseo de él?”.

Este dispositivo nos moviliza como humanos, antes que como espectadores. O más bien, pone el foco en lo humano que hay dentro de cada espectador, que es cada espectador. Una forma que afirma al espectador como otra cosa diferente a un consumidor considerado en masa. Podríamos decir, entonces, que se integra así en una red de prácticas que Nicolas Bourriaud analizaba en el campo de las artes visuales y plásticas hacia los años `90: se notan los mismos rasgos de “cambio en la sensibilidad colectiva: el grupo contra la masa, el vecindario contra la propaganda, el low tech contra el high tech, lo táctil contra lo visual”. En este marco, Humanidad nos permite reafirmar, desde el campo de la danza, que un espacio de ficción nos puede involucrar totalmente y carnalmente. Habla de la necesidad de sentirse más vivo en una forma artística y construye así un manifiesto tan poético como político.

 

Este articulo fue originalmente publicado en la antigua plataforma web de Segunda cuadernos de danza ISSN 22508708.

Fecha de publicación original: 29/06/2015

 

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