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Lunes, 30 Noviembre 2020 13:20

Anosmia

Escrito por

 

La pérdida de la sospecha

Después de una despedida del verano en cuarentena, de un otoño en confinamiento y un invierno de encerrona, de lo único que estamos seguros frente al COVID-19 es que nuestra sabiduría es socrática: sólo sabemos que no sabemos nada. Cuando el contacto se prohíbe por temor al contagio, lo único palpable es el biopoder. El siglo XX tuvo experiencias atroces, que no fueron más que experimentos sobre cuánto eran disponibles los cuerpos. Guerras, innumerables guerras, que consumieron vidas en pos de una carrera tecnológica que hoy se agita como pesadilla en la vigilia, pero sobre todo, en pos de una tecnología gubernamental que demostró que en todo momento, en cualquier circunstancia, se puede decretar el estado de excepción y sustraer todos los derechos. Nuestros cuerpos, nuestros gestos y nuestras posturas, sobre todo nuestras posturas, están a merced de la administración biopolítica. 

En este punto sólo puedo decir que el coronavirus me cae gordo. De un plumazo toda mi biblioteca se vino abajo, o como sabe decir esa frase popular, bien utilizada por Mansilla cuando se encuentra con los indios ranqueles: se me quemaron los papeles. Mi autor de cabecera, pasó de ser citado por mis amigos de la extrême gauche de Ivry-sur-Seine a ser citado por Pagni; bastardeado por quienes antes lo celebraban conmigo, e incluso yo, que ya ni me aguanto su pesimismo, me siento predispuesta a abandonarlo. Pero Agamben me sigue hablando al oído y yo le tolero el tono de abuelito cascarrabias. 

Verdadero es el discurso falso que debe ser tomado por verdadero incluso cuando su no verdad se demuestra. Y de este modo, es el lenguaje mismo como lugar posible de manifestación de la verdad el que se confisca a los seres humanos. Ahora sólo puede observar mudos el movimiento -verdadero porque real- de la mentira. Por lo tanto, para contrarrestar este movimiento cada uno debe tener el coraje de buscar sin compromiso el bien más precioso: una palabra verdadera (1). 

No hay mutismo que valga, el problema es justamente que no podemos dejar de hablar; y que no hay lugar para la verdad en el lenguaje. Son las construcciones discursivas que arman ficciones útiles, ficciones con las que llevamos adelante la vida, las mismas que nos encierran, que nos asustan pero también las que nos impulsan a despertar cada día con el conatus aún más firme para desplegar su potencia. Convicción.

Me pregunto si el bigote de Nietzsche sobre mi rostro podría evitarme la urticaria en las orejas que me causa el rose del elástico del barbijo:

no poseemos órgano alguno para el conocimiento, para la verdad; sólo sabemos o creemos saber lo que conviene que sepamos en interés del rebaño humano, y hasta lo que llamamos en este caso utilidad no es más que una creencia, un juego de la imaginación o tal vez esa necedad funesta que algún día hará que perezcamos (2)

Qué sentido tiene ir a la pesquisa de una palabra verdadera cuando las palabras son,  desde un principio, en su naturaleza más esencial, tropos... no hay significaciones propias que se desplacen, es en el movimiento del discurso que se crea el real, porque no hay diferencia entre el discurso en sí y las figuras retóricas: el lenguaje todo lo figura. El bien más precioso, una palabra verdadera... parece inalcanzable, tonta. Tendría que sustraerse a toda voluntad sofística, abstenerse a la retórica e inhibir sus hábitos persuasivos.

¿Quién pastorea el rebaño humano? Pero aún más importante: ¿Nos llevará allí, a las colinas donde se encuentran los pastos más tiernos, las hierbas más sabrosas? El contagio y el entusiasmo, el contacto y la danza eran mis banderas contra el higienismo normalizador y la profilaxis social. Pero ya no caben mis loas a la fiesta, al encuentro, a los besos. La pandemia, como todo fenómeno a ser digerido por la sociedad argentina, con sus capacidades políticas disueltas en el fervoroso maniqueísmo de siempre, fue a parar al lugar común de "la grieta", que no significa nada más que una demarcación.

Nadie sabe qué es "la grieta", pero todos sabemos de qué lado queremos estar. No hay puentes ni medias tintas, porque no hay enduido que baste para llenar el abismo. No quiero ser globoluda ni sumarme a los golpistas que con sus banderas celesteyblanco se manifiestan contra la infectadura. Pero si uso barbijo no es por temor al contagio, sino por el pudor que me provoca la desnudez de mi rostro. Y lo que más me duele son las regulaciones frente al cuidado, otra palabra cara que me fue vedada. Un concepto, quizás el único, que me permite la vecindad con Heidegger, que hizo del cuidado la conciencia de ser en la existencia en el continuo tiempo-espacio, del ser-ahí, que yo quiero pensar como el estar-acá. La existencia misma, dice Heidegger (3), se nos descubre como cuidado del propio ser, y ser con el otro, con lo otro, en el procurarse, a favor de la cura, ansiando la vida y viviendo el presente y el futuro, entre las subsistencias fantasmáticas del pasado, que no deja de insistir con su presencia. 

En medio de la pandemia, a raíz de la pandemia, se nos regula la forma de cuidar, de ser con el otro, el modo de la procuración. Como dice mi querida Paul Preciado, a cuyos discursos todos siempre suscribo, aunque me duela la confirmación de que el filósofo es siempre hombre: la crisis sanitaria mundial que estamos atravesando es funcional al pasaje de una sociedad escrita a una sociedad ciberoral, de una sociedad orgánica a una sociedad digital, de una economía industrial a una economía inmaterial, de una forma de control disciplinario y arquitectónico, a formas de control microprostéticas y mediático-cibernéticas (4). Hemos sido capturados como moscas en la telaraña más perfecta, The WorldWideWeb. Por mero deseo consumista nos refugiamos en una máquina de extensión planetaria, enredados entre cables transatlánticos, aéreos y subterráneos, somos presas de dispositivos globales de vigilancia informática que revelan una nueva gestión semiótico-técnica-digital, pero que no abandona la vieja anatomopolítica, sino que la perfecciona.

Hoy nos toca defender un Estado que procura cuidar a los intereses de los laboratorios que desarrollen la vacuna que provea la inmunidad, es decir, la destitución de la comunidad. Ese fue siempre, según Espósito (5), el proyecto de la Modernidad, que teme el peligro del contagio de lo común, el contagio de la relación, y que necesita liberarse de la deuda, del don-a-dar (el munus), exonerarse de la relación con el otro. Pero de qué sirven las viejas palabras que sabían entusiasmarme cuando revelan, en el contexto de hoy, todo lo que no quiero decir, todo lo que ya no puede ser dicho. Apenas me atrevo a pensar que esta experiencia mundial, en su patético disfraz melancólico de una guerra contra un enemigo invisible, mientras nos obliga a digitalizar la vida, restituye las fantasías estatales de la administración del territorio, que estaba quedando en desuso, sobre todo en Europa. 

Quedé muda, sin discursos ni banderas, porque mis palabras ya no dicen lo que me gustaría que dijeran. Hoy connotan una ideología que no comparto y se aúnan con opiniones con las cuales disiento. Sola y en silencio, todavía escribo, esperando que en esta primavera florezcan para mí palabras nuevas, perfumes nuevos, para que juntos olfateemos un mundo nuevo.

 

Notas

1. https://www.quodlibet.it/giorgio-agamben-sul-vero-e-sul-falso
2. Nietzsche, Friedrich, La Gaya Ciencia. EDAF. México, 2002 p.312
3. No cito ser y tiempo porque no me gustaría releerlo y ver que no es así como lo escribo.
4. https://elpais.com/elpais/2020/03/27/opinion/1585316952_026489.html 
5. Perdón que cito a lo pavote y de memoria, pero cuanto más olvidados, más amados se vuelven esos textos.

 

Trilce Ifantidis

Me llamo Trilce y nací en 1995. Estudio Letras en la UBA. Empecé a bailar en 2015 a partir de un seminario con Melina Martín de "Análisis de movimiento Laban" y ahora entreno técnica con Josefina Zuain.  Me interesa leer y escribir; y me pregunto si se puede leer y escribir danza.

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